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 Hijos truncados

Entrevista a nuestro Vicepresidente, Benedicto García

Las adopciones que fracasan son un tema tabú. No hay datos oficiales, solo estimaciones: ochocientos casos que tutela el Estado. «Son la punta del iceberg», dicen los expertos

laverdad.es | 26 de Septiembre 2016

El momento más feliz de la vida en común de Fernando y Alicia llegó hace once años, durante un invierno infernal en Vilna, Lituania. Allí conocieron a Christof, su hijo, fruto de 38 meses de burocracia e incertidumbre. Hoy, de aquella familia quedan tres individuos rotos sin apenas vínculos entre sí. La pareja, dos profesionales liberales de la capital que parapetan su sentimiento de «vergüenza» tras una identidad falsa, acabó entregando al niño a los servicios sociales de la Comunidad de Madrid. Después, firmaron su divorcio. «No puedo perdonármelo», confiesa con abatimiento la mujer. «Al principio todo parecía ir bien, pero a medida que se hacía mayor empezó a tener problemas en el colegio. No prestaba atención, no estudiaba, se escapaba... En casa empezó a mostrarse irascible, desafiante, agresivo, nos mentía, estallaba en gritos por cualquier cosa, nos reprochaba que no éramos sus padres... Fuera era un niño agradable. Nadie podía sospechar lo que en realidad nos estaba pasando. Fuimos a un par de psicólogos. 'Que era normal, que teníamos que tener paciencia...'. Quizá ya era demasiado tarde... Nunca me aceptó como madre. Y creo que yo tampoco a él como hijo... La sensación de impotencia y fracaso es insoportable», reconoce entre sollozos.

Christof lleva dos años en un centro de protección social con escasas probabilidades de optar a una nueva oportunidad similar. No sabemos su historia. Probablemente, aprendió a andar y a jugar en el orfanato desalmado en el que Fernando y Alicia le encontraron. Tal vez llegó allí de la mano de un tipo sin escrúpulos que convenció a su madre biológica, quizá alcohólica, maltratada, desahuciada por los suyos, o todo ello a la vez, de que, tarde o temprano, saldría de allí con un billete de ida para la próspera Europa. Y así acabó ocurriendo. Christof, que ya no lo sería nunca más, aterrizaba en la otra punta del continente con dos desconocidos, a los que no entendía ni le entendían, que le besaban, le ponían normas y se empeñaban en llamarle de forma muy rara, Alejandro. Y Alejandro empezó a tener miedo de las prisas, de tanta gente nueva desfilando por su vida, de no poder concentrarse cuando se ponía a estudiar, de las reprimendas por los primeros suspensos, y de escuchar cosas como «si no apruebas, te volverás a quedar solo otra vez...».

Una realidad oculta

Estos son los dos rostros de una adopción fracasada, una realidad tan desgarradora como oculta, que ha comenzado a emerger en España una docena de años después de que encabezara el ránking mundial en este tipo de acogidas, y de que decenas de miles de menores extranjeros desembarcaran en el país. Ahora, con buena parte de aquellos críos en plena adolescencia, la herida supurante en el sistema amenaza con convertirse en hemorragia. Lejos de aplicar un torniquete, el Ministerio de Sanidad se afana en hacerla invisible. Tanto es así que, como cualquier materia tabú que se precie, no hay datos oficiales al respecto. Tan solo meras estimaciones de estudios ajenos a la Administración. «Las más conservadoras hablan de que el 1,5% de las adopciones concluye en ruptura. Las más realistas, del 4%», expone Ana Berástegui, doctora en Psicología e investigadora en el Instituto de la Familia de la Universidad de Comillas.

Si tenemos en consideración los cerca de 53.000 menores extranjeros que han pasado a formar parte de alguna familia española desde 1997, cuando se empezó a llevar una contabilidad oficial, hasta 2014, el último registro de que dispone el Gobierno, el número de casos fallidos oscilaría entre 795 y 2.120. En cualquier caso, «estaríamos ante la punta del iceberg». «Sabemos de padres que ingresan a sus hijos en internados o en centros privados para jóvenes problemáticos. Hay muchas rupturas encubiertas, pero no figuran en ningún lado», afirma Berástegui, uno de los referentes nacionales en este delicado asunto. Elaboró su primer estudio en 2003, alentada por la experiencia de otros países europeos con mayor trayectoria en adopciones. «En todos ellos habían constatado que las rupturas se incrementaban cuando los menores entraban en la adolescencia. Y es en esa edad en la que se encuentran muchos de los niños que llegaron a España en la gran oleada de adopciones», señala.

Se refiere a la década pasada, cuando en sólo tres años, en concreto, entre 2004 y 2007, aterrizaron en sus nuevos hogares nacionales el 36% de todos los menores adoptados en el extranjero en la historia de este país. En números absolutos, 19.084. La especialista cántabra volvió a abordar este asunto en 2011 mientras analizaba a niños adoptados que se encontraban alojados en centros de protección de la Comunidad de Madrid. Resultó que siete de cada diez estaba allí porque a partir de los once años había tenido problemas de conducta con sus familias. Ahora acaba de indagar en este aspecto y ha concluido que el 24% de estos niños desarrolla un comportamiento agresivo, «que no es mucho más que los biológicos, en cuyo caso la incidencia es del 15%», matiza.

Las dificultades de la convivencia con adolescentes no son exclusivas de los padres adoptantes, pero en estos casos a menudo se intensifican. «Es una etapa de construcción de la identidad, algo muy delicado para estos niños, marcados a veces por diferencias raciales, inseguridades y las situaciones de extrema dureza que todos atravesaron en sus primeros años de vida y con las que cargan», destaca Berástegui. En ocasiones, agrega, los cismas familiares en los que desembocan las fricciones acaban poniendo sobre la mesa una realidad tan escalofriante como irreversible: «La incapacidad de los adultos para establecer vínculos emocionales con esos niños».

Para el psicólogo y ex Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid Javier Urra el problema está «en quien adopta, que cree que todo va a ir bien, que con su amor y generosidad infinitos va a ser suficiente. Pero, a veces, no lo es. Hay padres que simplemente no pueden con sus hijos. Tampoco con los biológicos», señala.

Ignoraban la enfermedad

La Coordinadora de Asociaciones en Defensa de la Adopción y el Acogimiento (CORA), por su parte, pone el acento en si aquellas familias que protagonizaron el 'boom' de las adopciones internacionales en España eran aptas para ello, y si tuvieron la información y la formación necesarias para afrontar el proceso. Se autoresponde con un clamoroso 'no'. «Ahora las cosas han mejorado pero, entonces, no se hablaba, por ejemplo, del síndrome del alcoholismo fetal con el que llegan tantos niños de la Europa del Este. O no estaba identificado o se enmascaraba en los informes, con lo que los padres ignoraban la enfermedad crónica tan seria con la que se verían», explica Benedicto García, coordinador general de la federación, que aglutina a veinticuatro asociaciones a las que pertenecen cerca de 2.000 familias adoptivas españolas.

Aunque admite que los procesos han mejorado sustancialmente en los últimos años, reclama que de la misma manera que los países emisores de niños en adopción han endurecido los requisitos, «también se endurezcan los informes psicológicos y sociales a las aspirantes» a acoger a un hijo en sus vidas a través de este sistema. «Es preciso informar de forma exhaustiva a los padres, antes y después de la llegada del menor de los riesgos y de los conflictos a los que se van a enfrentar. No se trata de asustarles, sino de que ajusten sus expectativas y sopesen», afirma García al tiempo que exige al Ejecutivo central que haga públicos los datos sobre los casos fracasados. «Sólo a partir de ahí podemos empezar a trabajar para acabar con esas rupturas. Porque, biológico o no, un hijo lo es para toda la vida», asevera.

Así lo establece el Código Civil. En concreto, el artículo 180. «La adopción es irrevocable» y, por tanto, «los hijos no se devuelven», recalca la responsable de Acogimiento Familiar y Adopciones del Instituto Foral de Bienestar Social de Álava, Rosalén Sánchez. «Cuando una familia viene porque ya no puede más, el niño ingresa en un centro de protección de la Administración, a la que los padres pueden ceder su guarda y custodia durante un periodo máximo de dos años. Si tras ese plazo no se hacen cargo de él, el Estado asume su tutela. Al igual que ocurriría con un hijo biológico, preservará los apellidos y sus derechos de heredero».


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